(Publicado en Diario de Cuba)
Hace unos años, cursaba una maestría en la escuela de Letras de la Habana, y en una de las asignaturas debíamos entregar como evaluación un artículo de opinión sobre algún tema cultural. En ese momento, caímos en cuenta que pocos dominábamos el arte de opinar abiertamente, de disentir o arriesgar argumentos, aún cuando se rozaran los límites de la especulación. El modelo de artículo de opinión que conocíamos era un engendro de lugares comunes de fácil redacción. La opinión política sólo se practicaba en círculos muy cerrados, carcomidos por la paranoia. A pesar de haber hablado en tantísimas asambleas a lo largo de nuestra vida estudiantil, casi nunca habíamos defendido un punto de vista distante de lo consensuado. Y el consenso, ya se sabe, es un aprendido ejercicio de interiorización de la norma.
Revisando un discurso de Fidel Castro del 11 de mayo de 1959, en un acto en la Universidad de La Habana, me tropiezo con una frase en la que rememora los años en que comenzara su vida política, siendo aún estudiante. Se trata del primer intento fallido del orador que, ante el estancamiento del país, pretendía articular sus proyectos aún a contracorriente del consenso:
"Al llegar aquí hoy, no pude menos que recordar, incluso, la primera vez que hablé en una asamblea universitaria donde, por cierto, no pude ni terminar. Era novato —estaba pelado al rape— y, por supuesto, tuve que pagar la novatada. Bueno, allí no me dejaron hablar ni cinco minutos: era una asamblea, y yo creía que iba a resolver los problemas, y realmente no me dejaron ni terminar. […] Nosotros vivíamos en aquella atmósfera mediocre que caracterizaba los años anteriores a la tiranía en nuestra república, nosotros vivíamos aquellos años de frustración en que el que hablaba de ideales, el que proponía fórmulas mejores para el progreso y la felicidad de nuestra patria, podía pasar perfectamente como un iluso o un soñador, en medio de un ambiente donde aquellos ideales jamás habrían de convertirse en realidades".
Lo que queda claro de esta evocación es que en los años republicanos, anteriores a la dictadura de Batista, ser catalogado como iluso o soñador era una posibilidad entre muchas, si se quería defender una postura diferente. Justo a partir de 1959 hablar en una asamblea pública para proponer fórmulas alternativas para el progreso era una novatada castigada con la expulsión de la universidad. Quien lo hiciese, no sería bautizado precisamente como soñador, sino como algo abyecto: un gusano, o un mosquito (como diría Castro en otro discurso). Algo, por cierto, fácilmente aplastable.
"Iluso o soñador" fueron las palabras con que la utopía revolucionaria reactivó el ideal romántico que le dio origen, y que desembocaría en las décadas 60-70 en las revoluciones sexuales, el movimiento contracultural hippie y la posibilidad de mundos anti-productivos no capitalistas, como los que prometía la Revolución cubana. Resultaban, sin embargo, términos paradójicos a la luz de la exigencia de una productividad que supliera en pocos años el descalabro económico heredado y pusiera a la Isla al frente de irrazonables listas de desarrollo y récords mundiales.
Mientras una buena parte de la izquierda internacional se refugiaba en el sueño exculpatorio de la Revolución —como el mejor de los mundos alucinados—, en el que se proyectaba un ideal, lejano y admirable, que el cuerpo primermundista no deseaba para sí, sino para el otro "resistente"; los cubanos, en cambio, eran los actores de las alucinaciones, y como tal, eran conminados a exponer su cuerpo en cada contingencia, como el único bien inagotable y la única inversión sufragada de antemano.
Ser un soñador en la Cuba posterior al 59 podía llegar a ser penalizado: era entrar en el terreno infértil del pasotismo y del antirendimiento. Equivalía, en definitiva, a cultivar la individualidad en detrimento del beneficio colectivo. Ser un soñador —y mantenerse al margen del coro— era no tener entusiasmo, palabra que dentro de la jerga revolucionaria sería usada de manera semejante a su significado etimológico: inspiración divina. No tener entusiasmo era no estar inspirado por el Artífice del Proyecto. Entusiasmo y combatividad: dos palabras que borraban, de plano, las de "iluso y soñador".
Entusiasmo, violencia
En un discurso posterior, en el acto de entrega de certificados a 4.000 alfabetizados, celebrado en la Ciudad Deportiva el 18 de junio de 1961, Fidel Castro hablará del entusiasmo, característica clave en esa estrategia evolutiva generacional que garantizaría el surgimiento del hombre nuevo y de una comunidad planificada como una carrera de relevo, teleológica y uniforme.
"Y debemos seguir sembrando ese entusiasmo (...) A medida que la generación presente vaya cumpliendo su tarea y sea sustituida por la generación nueva, y por los niños que crecen, y por los niños que nacen, y por los niños que nacerán, ese entusiasmo, ese espíritu de solidaridad tan emocionante, tan extraordinario, tan hermoso en nuestro pueblo, crezca, y crezca siempre sin disminuir nunca. Porque, ¡qué será un país en que ese amor, esa generosidad y ese entusiasmo, siga creciendo indefinidamente!"
Moverse por entusiasmo, por contaminación histérica de la masa, y no por consenso razonado, fue una receta que dio sus frutos desde los primeros actos masivos y que permitió accionar megalómanas organizaciones y proyectos en cortos lapsos temporales: por ejemplo, la alfabetización de todo el país en sólo un año. Como él mismo explica en ese discurso, estas locuras iban encaminadas, sobre todo, a llamar la atención internacional y, en el plano interno, a inyectar de entusiasmo edificante —o enajenante— a los jóvenes letrados para que, impulsados por la inmediatez y la fuerza de la exaltación, acometieran las proezas.
Continúa su discurso: "¿Por qué la Revolución lanzó la consigna de cumplir esta meta en un año? Podría haberse declarado que en dos años, o en tres años, o en diez años, es cierto. Pero nosotros sabemos que si hubiésemos trazado la consigna en dos años, o en tres años, o en 10 años, jamás se habría logrado arrancar un entusiasmo tan grande como el que ha provocado esa consigna.(...) Si al pueblo de Cuba no se le hubiese trazado una tarea grande, una tarea difícil, es seguro que el pueblo de Cuba no se habría entusiasmado tanto como se ha entusiasmado de saber lo que significa para nuestro país, lo que significa de aliento a los demás pueblos el que nuestro pueblo pueda cumplir esta tarea (...) Piensen lo que significará de prestigio para nuestra patria, y tengan presente que lo que más impresiona a los visitantes es, precisamente, esta gigantesca campaña de alfabetización".
De este discurso sobre la alfabetización sorprende, entre otras cosas, una frase en la que se descubre tempranamente la obligatoriedad del subalterno de acatar todo lo que se prescriba para él, incluso lo que se entiende como beneficio o bien individual. La alfabetización será obligatoria, y los que se nieguen al aprendizaje serán "descubiertos" (delatados), tarea colonizadora de vital importancia: "Esa es tarea del pueblo: descubrir los analfabetos que faltan es tarea del pueblo". (Si se repasa aquel discurso se leerá la historia de una descendiente de carabalí, de 106 años, e hija de Obbatalá —como ella misma dice— a quien Fidel conmina a escribir su historia. Ya se sabe que la resistencia cultural no pasa precisamente por la escritura. Y la prueba es el cultivo del género testimonial en Cuba).
Todo lo que suponía un detenimiento —un acto de contemplación o disfrute— debía ser arrollado por el impulso vital de la revolución. Se coreaba aquello de "quítate del medio, que mira que te tumbo". Esta violencia canalizaba cualquier posibilidad de frustración individual. Se controlaba el estallido, la revuelta, a través de la violencia institucionalizada. Los actuales actos de protesta organizados contra las Damas de Blanco tienen mucho de esta reconducción de la violencia en etapa de crisis: los que gritan, golpean y ofenden, ven satisfecha —y sin riesgos, sino más bien con la retribución de poder— su cuota de violencia ciudadana.
Intransigencia, falta de diálogo
Si regresamos al discurso en el que Fidel Castro recordaba sus años de estudiante, nos sorprende una confesión de su intransigencia, de esa competitividad enfermiza que le llevaba, en aquella etapa formativa, a descreer que las diferencias podrían convivir en el diálogo. Deja claro en esa evocación que, tras la intención de silenciar al otro, se escondía una competencia ciega por el poder y una rivalidad por lograr una mayor aprobación colectiva.
Lo triste del fragmento es que no funcionó como cura psicoanalítica: el estudiante no creció —no se convirtió en ese hombre que evoca—, y con la misma intolerancia juvenil dirigió su país. Quizás nunca pudo superar el trauma universitario —con pelo rapado de por medio, como si se tratase de un presidiario— de salir abucheado en su primer escollo oratorio; aquel que llamara su "novatada". En sus delirios todo se mezcló creando nuevas concatenaciones lógicas: presidio, usurpación de la palabra, disidencia, otredad… Los caminos de la inseguridad están llenos de delirios paranoicos.
Propongo, por último, leer este otro fragmento de ese mismo discurso: "Y muy frecuentemente acostumbro a pasar revista de todos aquellos años universitarios en que, obcecado con las ideas propias, me parecía que todo el que no pensaba igual que yo era un enemigo de la patria, era el hombre más perverso de la tierra, el más canalla y el más inmoral, para después encontrármelo en años venideros y descubrir que era un joven igual que yo, sólo que tenía una idea distinta que yo; que era un joven con las mismas preocupaciones que yo, sólo que aspiraba en la misma asignatura que yo aspiraba en la clase, y que aspiraba más o menos al mismo cargo dentro de la asociación a que aspiraba yo, y que tenía un grupo que lo apoyaba a él. Y como uno se creía el mejor de todos, le parecía que los que no estaban con uno eran los peores de todos. (…) Porque debo decir que nosotros los estudiantes —y todavía en la partecita que me toca de estudiante—, somos de una manera o de una estructura mental tan especial que nuestra pureza, la convicción de nuestra pureza, nos hace a veces ser un poco estrechos de mente, nos hace sacrificar esa amplitud que necesitamos los hombres, si de veras deseamos comprendernos, porque no hay siquiera dos absolutamente iguales, no hay siquiera dos que pensemos o creamos absolutamente igual".
Ante el temor de estar invocando a la democracia en el terreno fértil del estudiantado, Fidel Castro concluye su discurso reglamentando los modelos de reunión y prescribiendo la huelga. Para ello apela, de manera estratégica, a su significado etimológico —como etapa de holgura, de recreo o cese del trabajo—, y no a su incontestable dimensión política.
"Huelgas, no, por cualquier motivo, porque esta es una etapa creadora de un país retrasado que no puede perder un minuto; de una juventud retrasada en sus estudios por sus obligaciones patrias, que no puede perder un minuto; de una juventud que la patria espera por ella, porque hoy —al revés que ayer— el estudiante tiene formidables perspectivas de porvenir en una nación que al desarrollarse tendrá ocupación decorosa para todos sus profesionales".
Los sujetos bajo su mandato serían, por supuesto, eslabones productivos de una cadena desarrollista que, de consolidarse, ratificaría la eficacia del nuevo sistema, y de ningún modo actuantes de ese proceso político con derecho a la palabra, aunque ésta fuera "soñadora". Al final, ni el desarrollo, ni las huelgas y mucho menos la holgura, llegarían en sus 50 años de mandato. Del entusiasmo, solo queda esa especie de inercia cotidiana gracias a la que se sobrevive, sin soñar —ni pensar— demasiado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario