martes, 31 de agosto de 2010


El 4 de enero de 1959 Castro hablaba sobre la libertad de prensa y la libertad de reunión y elección. Subrayo un fragmento que cae horizontalmente como la famosa saliva encima de la cara: "solo cuando los gobernantes se han granjeado la enemistad de su pueblo, pueden concebir la estupidez, la injusticia, de negarles a los ciudadanos el derecho a reunirse"
Es para nosotros y para ustedes, un motivo de orgullo —a pesar de los pequeños inconvenientes— tener delante un camión lleno de periodistas cubanos y extranjeros. Bien merecen los periodistas la oportunidad de trabajar; el periodista trabaja para el pueblo, el periodista informa al pueblo. El pueblo solo necesita que le informen los hechos, las conclusiones las saca él, porque para eso es lo suficientemente inteligente nuestro pueblo cubano. Por algo las dictaduras no quieren libertad de prensa, por algo nos tuvieron censurados y amordazados durante tantos meses (EXCLAMACIONES). Durante tantos meses seguidos, que sumados —como bien dicen ustedes— eran años.
Pero, además, cuando no había censura no podía decirse, sin embargo, que había libertad de prensa. [...] Libertad de prensa hay ahora, porque sabe todo el mundo que mientras quede un revolucionario en pie habrá libertad de prensa en Cuba (APLAUSOS). Quien dice libertad de prensa, dice libertad de reunión; quien dice libertad de reunión, dice libertad de elegir sus propios gobernantes libremente (APLAUSOS). Cuando se habla del derecho de elegir libremente, no se refiere solo al presidente o a los demás funcionarios, sino también a los dirigentes; el derecho de los trabajadores a elegir sus propios dirigentes (APLAUSOS). Cuando se habla de un derecho después de la Revolución triunfante, se habla de todos los derechos; derechos que son derechos porque no se pueden arrebatar, porque el pueblo los tiene asegurados de antemano.
Cuando un gobernante actúa honradamente, cuando un gobernante está inspirado en buenas intenciones, no tiene por qué temer a ninguna libertad (APLAUSOS). Si un gobierno no roba, si un gobierno no asesina, si un gobierno no traiciona a su pueblo, no tiene por qué temer a la libertad de prensa, por ejemplo (APLAUSOS), porque nadie podrá llamarlo ladrón, porque nadie podrá llamarlo asesino, porque nadie podrá llamarlo traidor. Cuando se roba, cuando se mata, cuando se asesina, entonces el gobernante tiene mucho interés en que no se le diga la verdad. Cuando un gobierno es bueno, no tiene por qué temer a la libertad de reunión, porque los pueblos no se reúnen para combatirlo, sino para apoyarlo. Quienes, como nosotros, tienen hoy el privilegio de ver a la masa del pueblo reunirse para brindarnos su respaldo, pueden comprender perfectamente, que solo cuando los gobernantes se han granjeado la enemistad de su pueblo, pueden concebir la estupidez, la injusticia, de negarles a los ciudadanos el derecho a reunirse (APLAUSOS).
Cuando un gobierno ha sido incapaz e inmoral, entonces es solamente cuando se le ocurre negarles a los ciudadanos el derecho de votar, porque, si es bueno, la ciudadanía le brinda su respaldo; si es malo, se lo niega.

jueves, 12 de agosto de 2010

Prosperidad y bondad: la otra cara del iluminismo martiano


(Foto de Marcelo Dondo)


Haber estudiado en Cuba, en ese mundo de relativas certezas que nos construyeron durante la década del 80’ y haber cursado posteriormente una carrera en la Universidad de La Habana abre, de antemano, muchas puertas. La fama de los egresados universitarios cubanos es reconocida, ensalzada en cualquier parte del mundo y no es inmerecida. La intensidad con que estudiábamos en aquellos años de preuniversitario (de Ciencias Exactas), podría parecer, a mis actuales colegas españoles, un exceso derivado de una mente mitomaniaca −en este caso la mía−, y prefiero callarlo. Mucho más, prefiero silenciar el estoicismo con el que se estudiaba; la delgadez de aquel tiempo en el que la falda del uniforme se iba reduciendo paulatinamente con antiestéticas pinzas mientras mi cintura se desvanecía...Los años de aquel invento seguramente inefectivo del arroz amarillo con "suerte", coloreado con pastillas de vitamina B. (Ignoro si el complejo vitamínico se mezclaría desde el mismo proceso de cocción, lo que seguramente anularía las propiedades del aditivo, o si era añadido al final a modo de salsa, no precisamente criolla).

En esos años, la empresa farmacéutica cubana empezó a elaborar el "multivit", y como mi hermano yacía en cama, desde hacía unos meses, por un intenso asedio de algo que llamaban “neuritis” o “beriberi” (¿o acaso se supo con certeza de qué se trataba?) yo lo ingería con disciplina o devoción. Las vitaminas garantizarían que mis neuronas siguiesen funcionando, y por ende, lograr un alto rendimiento en el IPVCE (Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas), y mi posterior acceso a la universidad. La utopía desarrollista − a imagen de la cosmonáutica− de renunciar a los alimentos sustituyéndolos por cápsulas, se estaba cumpliendo. Pero el hambre podía más que el hombre y los preparados de agua con azúcar eran un remedio eficaz en tales casos.

También, y todo hay que decirlo, siempre tuvimos para desayunar aunque fuese un cuarto de pan, de los redonditos ya pequeños, que a veces picaban frente a nosotros para que viésemos que la partición era justa, y al que llegamos a llamar el “pan martiano”: “con todos y para el bien de todos”. Y en los almuerzos, el caldo de col, las croquetas elaboradas con un solo cerdo ¿macrobiótico? que se repartía equitativamente para miles de estudiantes de las cuatro unidades que formaban la escuela; y en la cena, otro tanto. Como si viviésemos del aire.

En cambio, sobrevivíamos expandiendo nuestra intensidad vital hasta límites insospechados. No renunciamos a las marchas, los desfiles, los bailes, el trabajo en el campo y el estudio. Resistíamos y le pedíamos al cuerpo que aguantara redoblados sacrificios: que no se nos desmayara, que no se nos “rajara”, que secundara nuestras cabezas enfebrecidas de proyectos y metas. El año 2000 era nuestro, y construiríamos una sociedad mejor y más preparada. Sin dudas.

La consunción era el ideal quijotesco de la izquierda revolucionaria, del intelectual soñador, de la vanguardia, de la bohemia transgresora. La panza distinguía la burguesía acaparadora y pedestre de la refinada aristocracia; era, desde la época del texto cervantino, el símbolo de la bajeza y la ignorancia. Como le dice el hidalgo a su escudero: “Yo, Sancho, nací para vivir muriendo y tú para morir comiendo.” Vivir muriendo, morir viviendo, un retruécano demasiado conocido por los cubanos y cantado como himno de guerra.
La revolución usufructuó, a fuerza de los rigores en la alimentación, esta semiótica bien codificada. En aquellos años, la panza podía ser la huella de un desvío de recursos, de un enriquecimiento ilícito. Hoy es la marca corporal de los malos hábitos alimenticios, del regreso del pan, y la salsa abundante, mientras la Europa anoréxica presume de sus alimentos desgrasados.

Recuerdo que, en cierta ocasión, nos habían prometido que el cerdo del semestre le sería dado al grupo más destacado de la escuela para que sus integrantes hicieran una fiesta e invitaran a sus familiares. Prometer eso en 1993 era como anunciar un día en el paraíso con pasaje de ida y vuelta. El grupo elegido fue el nuestro, después de haber sobrecumplido todas las metas de la competición. Y los días anteriores a la fiesta, cancelaron las invitaciones de las familias −porque sólo los padres de la ciudad tendrían el privilegio de asistir y eso creaba diferencias− y poco a poco nos fueron dorando la píldora hasta que del cerdo apenas vimos las croquetas. Ante nuestras protestas, el director dijo aquellas palabras que nos hundieron en la vergüenza: “¡discutiendo por un plato de empellas!”, y acotó: "Como diría el Maestro: El verdadero revolucionario no vive para comer, sino que come para vivir.”

Juro que aquella frase la repetí muchas veces como talismán contra la gula. Y la busqué por la obra martiana sin encontrarla, hasta que un día la hallé en El avaro de Molière, con una erudita nota al pie que decía que era un conocido refrán latino: “ede ut vivas, ne vivas ut edas”. En la obra, uno de los personajes, Valerio, le da lecciones al cocinero de Harpagón sobre cómo hacer una cena con poco dinero: “Habrá que dar cosas de las que se come poco y hartan al empezar... Unos buenos frijoles, algún pastel acompañado de castañas.” Método infalible: ¡un plato de frijoles negros!

CULTURA Y LIBERTAD

En cambio, la frase martiana que sí se podía leer en toda aula cubana era aquella que prescribía la finalidad que debía tener la cultura: la libertad. Ser cultos para ser libres. Cultura y libertad son términos tan inscritos en determinados repertorios contextuales que el apotegma martiano, anclado en una ahistoricidad eterna, apenas significa nada. Son dos de los conceptos más productivos heredados de las tecnologías de control de la Modernidad que, establecidos como absoluto, han escondido la ideología tras la que tales signos se hacen operativos. La creencia iluminista suponía un libre albedrío anclado en el saber, aunque hoy sabemos que justamente el “saber” es el dominio en el que se nos instituye como sujetos predeterminados, y el libre albedrío ha dejado de ser, hace mucho, una posibilidad tangible.

En cualquier caso, y siguiendo a Foucault, la cultura es un espacio de intervención y resistencia −donde se ejerce la microfísica del poder−, justamente porque es el entramado donde se construyen los sistemas de identificación social. La libertad es más bien ese, aunque sea mínimo, momento de resistencia, de tensión permanente que nos hace constantemente movernos, como sujetos, logrando postergar la aspiración absoluta, pero siempre inalcanzable del poder: la inmovilidad. Y moviéndonos, cancelamos la definición perfecta.

La resistencia −y la libertad− en el actual momento que vivimos pasa, en sentido estricto o primario, por la resistencia del cuerpo. No hablo de la resistencia oficializada, aquella que se pide a cambio de hundimientos y holocaustos masivos, sino la resistencia cotidiana, la única que garantiza un mínimo de libertad, y que incluye, como estrategias, el cambalache, el mercado negro, la improvisación, el timo. La búsqueda de alternativas para encontrar modos de subsistencia y felicidad paralelas o compensatorias. Resistir y resolver. Resolver para seguir resistiendo. (Visto así, la cultura entendida como erudición no garantiza, en el terreno patrio, libertad alguna. Otro tipo de cultura se impone para logar la sobrevivencia: la de la “lucha”.)

En el artículo “Maestros ambulantes” de donde se extrajo el precepto martiano, también se repudiaba la idea de un telos humano dirigido hacia la satisfacción de las apetencias del cuerpo: el ya comentado “vivir para comer”: “La mayor parte de los hombres ha pasado dormida sobre la tierra. Comieron y bebieron; pero no supieron de sí. (…) Los hombres son todavía máquinas de comer, y relicarios de preocupaciones”. En efecto, si invertimos la frase, podríamos decir algo así como: cuando un relicario de preocupaciones −entre ellas, y de manera fundamental, la carencia alimenticia− atormenta al hombre, éste se vuelve una “máquina de comer”.
La obsesión por la falta de comida era la que nos hacía estar hablando todo el día de alimentos imposibles y suspirar a coro en el cine frente a una escena suculenta. En Paradiso, el alimento nos conduce a una hilatura descomunal que apenas soñamos frente a la proliferación apetitosa de ingredientes y platos que se mezclan en la “gossá familia”, esa orgía metafísica en la que se resumen todos los gozos. Nuestra mesa, reducida y deslucida, ha dejado de suponer el goce que promete una duración, un detenimiento en la catadura de combinatorias insospechadas: nuevas especies, nuevas texturas o ritmos de deglución y, lo que es más lamentable, ha dejado de religar como la más pura de las religiones: ya no impulsa la conversación hacia ese estado de luz en el que el diálogo invade el oído como el crustáceo la boca. Decía el Coronel Cemí en torno a la mesa servida: “El placer, que es para mí un momento en la claridad, presupone el diálogo. (…) Si no es por el diálogo nos invade la sensación de la fragmentaria vulgaridad de las cosas que comemos” (35)

Con angustia, reconozco en Paradiso el espejismo que contrarrestaba la propia "pobreza irradiante" lezamiana, el hambre real del escritor, como recordaba Reynaldo González en el programa de Amaury Pérez “Con dos que se quieran”. Según González, cuando cogía el trozo de carne que le correspondía, iba a casa de Lezama y lo sacrificaba en pos de alimentar no precisamente el “espíritu” del maestro.


BONDAD Y PROSPERIDAD

Conviene, sin embargo, que regresemos a la frase martiana que conjugaba cultura y libertad para comentar una gravísima falta por omisión. La frase, en realidad, es una especie de silogismo con tres proposiciones indispensables que se concatenan: “Ser bueno es el único modo de ser dichoso. Ser culto es el único modo de ser libre. Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno”. O lo que es lo mismo, la prosperidad sería la base de ese edificio ético en el que, luego de alcanzado el bienestar, se podría ser bueno (y por ende, dichoso) y culto (y por ende, libre). “Y el único camino − continúa diciendo Martí−, abierto a la prosperidad constante y fácil es el de conocer, cultivar y aprovechar los elementos inagotables e infatigables de la naturaleza”. Cierra la idea, y devuelve el protagonismo al conocimiento, en este caso, aplicado: se asocia la cultura a su sentido etimológico: cultivar, hacer fecundar la prosperidad a través del trabajo y del usufructo eficaz de los bienes que poseemos. Esto nos haría ser prósperos y otra vez, libres y buenos. (A su vez, Martí no propugna que el campesino abandone el surco para hacerse letrado; que los campos se llenen de marabú mientras la mente se cultiva, sino que una especie de “maestro ambulante” acuda al lugar donde se obra, ofreciendo conocimientos alternativos.)

Que la bondad esté relacionada con la prosperidad (la bonanza) no es una contradicción −como la ética revolucionaria casi siempre ha pretendido, confiada en el valor formativo de la miseria−; aunque tampoco sea un a priori. Sin embargo, la realización individual que ofrece la prosperidad (y no exactamente por el bienestar que implica, sino por el proceso en busca de ese bienestar) bien podría hacernos mejores, aunque esto parezca sacado de un manual de autoayuda.
Recordemos que la palabra “próspero” viene del latín prosperus−a−um, dotada del prefijo ‘pro’ (hacia adelante, en favor) y la raíz indoeuropea spe. La palabra latina spes (esperanza) contiene la misma raíz. Etimológicamente “próspero” significa entonces, que lleva adelante lo esperado, o según lo esperado. La prosperidad supone el curso favorable de una acción o desempeño; el éxito de una empresa y no, necesariamente, un enriquecimiento que avergüence, o desmerite al poseedor. Rico o riqueza, en cambio, vienen del alemán arcaico riks −dando origen a la palabra reich− y tiene la raíz indoeuropea reg (rey, regente); lo que indica que, en este caso, el vínculo entre Poder y peculio aparece marcado en sus orígenes. Los aldeanos nunca podrían ser ricos −tampoco los campesinos a los que se refiere Martí en el artículo citado− pero sí prósperos.


CULTURA Y PENURIA

Lo que mis actuales colegas españoles desconocen es que la letra sí nos entró con sangre, o mejor, con hambre, como cuando debíamos leer los tantísimos libros que nos ayudarían a forjarnos como filólogos, tumbados en las literas de la residencia estudiantil F y 3ra y con apenas unas tostadas y un té en la barriga.
Haber estudiado en Cuba fue realmente un privilegio. Haber sido discípula de brillantes profesores que a lo largo de mi vida intentaron suplir las carencias del cuerpo con los espejismos de la cultura, es algo inolvidable. Ellos también enflaquecieron paulatinamente; algunos parecía que expirarían tras la lección, y seguían aferrados a su trabajo, apenas remunerado. Recuerdo con nuestra alegría de que algún “viajecito” le hubiese tocado casualmente a alguno de aquellos profesores que nunca viajaba, para que pudiese “reponerse”. A su regreso nos comentó con orgullo que había ahorrado mucho dinero y que, por tanto, había podido comprar algunos libros que hacían falta para la Facultad. Y en efecto, apenas había engordado unas libras, apenas había cambiado su ropa de siempre, de tienda reciclada, como la nuestra.

Hoy, muchos a los que le debo, no mi placer por las letras, sino mi gusto quijotesco por enseñar, (labor reñida, como se sabe, con la riqueza, aunque no necesariamente con la prosperidad) no están en la facultad. Y lo lamento visceralmente por los alumnos que no tendrán la oportunidad de conocer el enjuto cuerpo y la febril agitación de Salvador Redonet; la consagración casi mística de Ofelia García Cortiña; la sencillez campechana de Amaury Carbón, con su guayabera blanca, casi transparente; la fortaleza de Nara Araújo, llena de proyectos a un paso de la despedida, y a otros tantos que han fallecido en los últimos años, en plena faena. O la despistada genialidad de Beatriz Maggi, la estoica resistencia de Teresa Delgado, la humildad de Lupe Ordaz, y a otros tantos que se han retirado o alejado de la institución. A sus clases había que ir, aún cuando la barrita de maní comprada al “merolico” más cercano, fuera el único sostén de la mañana.

En la actualidad, no sé si con el plan de maestros emergentes, algún niño pueda agradecer, dentro de veinte años, la educación recibida en las etapas iniciales, las más importantes. No sé si el solo hecho de haber estudiado en Cuba seguirá siendo un motivo de alabanza. Incluso desconozco qué motivaciones impulsan hoy a los jóvenes a estudiar: supongo que ya no sean las mismas que las nuestras, o a lo mejor, sí. Confiar en que la profesión podrá ser ejercida en la sociedad que te formó y que, una vez que ha garantizado tu competencia, te abra las puertas para alcanzar la retribución necesaria, merecida. La prosperidad que, según Martí, nos haría ser buenos y dichosos. Aquella que no se conforma con un viaje normado en el que haya que decidir si alimentar el cuerpo o el espíritu.

lunes, 2 de agosto de 2010

Del soñador al entusiasta

(Publicado en Diario de Cuba)


Hace unos años, cursaba una maestría en la escuela de Letras de la Habana, y en una de las asignaturas debíamos entregar como evaluación un artículo de opinión sobre algún tema cultural. En ese momento, caímos en cuenta que pocos dominábamos el arte de opinar abiertamente, de disentir o arriesgar argumentos, aún cuando se rozaran los límites de la especulación. El modelo de artículo de opinión que conocíamos era un engendro de lugares comunes de fácil redacción. La opinión política sólo se practicaba en círculos muy cerrados, carcomidos por la paranoia. A pesar de haber hablado en tantísimas asambleas a lo largo de nuestra vida estudiantil, casi nunca habíamos defendido un punto de vista distante de lo consensuado. Y el consenso, ya se sabe, es un aprendido ejercicio de interiorización de la norma.

Revisando un discurso de Fidel Castro del 11 de mayo de 1959, en un acto en la Universidad de La Habana, me tropiezo con una frase en la que rememora los años en que comenzara su vida política, siendo aún estudiante. Se trata del primer intento fallido del orador que, ante el estancamiento del país, pretendía articular sus proyectos aún a contracorriente del consenso:

"Al llegar aquí hoy, no pude menos que recordar, incluso, la primera vez que hablé en una asamblea universitaria donde, por cierto, no pude ni terminar. Era novato —estaba pelado al rape— y, por supuesto, tuve que pagar la novatada. Bueno, allí no me dejaron hablar ni cinco minutos: era una asamblea, y yo creía que iba a resolver los problemas, y realmente no me dejaron ni terminar. […] Nosotros vivíamos en aquella atmósfera mediocre que caracterizaba los años anteriores a la tiranía en nuestra república, nosotros vivíamos aquellos años de frustración en que el que hablaba de ideales, el que proponía fórmulas mejores para el progreso y la felicidad de nuestra patria, podía pasar perfectamente como un iluso o un soñador, en medio de un ambiente donde aquellos ideales jamás habrían de convertirse en realidades".

Lo que queda claro de esta evocación es que en los años republicanos, anteriores a la dictadura de Batista, ser catalogado como iluso o soñador era una posibilidad entre muchas, si se quería defender una postura diferente. Justo a partir de 1959 hablar en una asamblea pública para proponer fórmulas alternativas para el progreso era una novatada castigada con la expulsión de la universidad. Quien lo hiciese, no sería bautizado precisamente como soñador, sino como algo abyecto: un gusano, o un mosquito (como diría Castro en otro discurso). Algo, por cierto, fácilmente aplastable.

"Iluso o soñador" fueron las palabras con que la utopía revolucionaria reactivó el ideal romántico que le dio origen, y que desembocaría en las décadas 60-70 en las revoluciones sexuales, el movimiento contracultural hippie y la posibilidad de mundos anti-productivos no capitalistas, como los que prometía la Revolución cubana. Resultaban, sin embargo, términos paradójicos a la luz de la exigencia de una productividad que supliera en pocos años el descalabro económico heredado y pusiera a la Isla al frente de irrazonables listas de desarrollo y récords mundiales.

Mientras una buena parte de la izquierda internacional se refugiaba en el sueño exculpatorio de la Revolución —como el mejor de los mundos alucinados—, en el que se proyectaba un ideal, lejano y admirable, que el cuerpo primermundista no deseaba para sí, sino para el otro "resistente"; los cubanos, en cambio, eran los actores de las alucinaciones, y como tal, eran conminados a exponer su cuerpo en cada contingencia, como el único bien inagotable y la única inversión sufragada de antemano.

Ser un soñador en la Cuba posterior al 59 podía llegar a ser penalizado: era entrar en el terreno infértil del pasotismo y del antirendimiento. Equivalía, en definitiva, a cultivar la individualidad en detrimento del beneficio colectivo. Ser un soñador —y mantenerse al margen del coro— era no tener entusiasmo, palabra que dentro de la jerga revolucionaria sería usada de manera semejante a su significado etimológico: inspiración divina. No tener entusiasmo era no estar inspirado por el Artífice del Proyecto. Entusiasmo y combatividad: dos palabras que borraban, de plano, las de "iluso y soñador".

Entusiasmo, violencia

En un discurso posterior, en el acto de entrega de certificados a 4.000 alfabetizados, celebrado en la Ciudad Deportiva el 18 de junio de 1961, Fidel Castro hablará del entusiasmo, característica clave en esa estrategia evolutiva generacional que garantizaría el surgimiento del hombre nuevo y de una comunidad planificada como una carrera de relevo, teleológica y uniforme.

"Y debemos seguir sembrando ese entusiasmo (...) A medida que la generación presente vaya cumpliendo su tarea y sea sustituida por la generación nueva, y por los niños que crecen, y por los niños que nacen, y por los niños que nacerán, ese entusiasmo, ese espíritu de solidaridad tan emocionante, tan extraordinario, tan hermoso en nuestro pueblo, crezca, y crezca siempre sin disminuir nunca. Porque, ¡qué será un país en que ese amor, esa generosidad y ese entusiasmo, siga creciendo indefinidamente!"

Moverse por entusiasmo, por contaminación histérica de la masa, y no por consenso razonado, fue una receta que dio sus frutos desde los primeros actos masivos y que permitió accionar megalómanas organizaciones y proyectos en cortos lapsos temporales: por ejemplo, la alfabetización de todo el país en sólo un año. Como él mismo explica en ese discurso, estas locuras iban encaminadas, sobre todo, a llamar la atención internacional y, en el plano interno, a inyectar de entusiasmo edificante —o enajenante— a los jóvenes letrados para que, impulsados por la inmediatez y la fuerza de la exaltación, acometieran las proezas.

Continúa su discurso: "¿Por qué la Revolución lanzó la consigna de cumplir esta meta en un año? Podría haberse declarado que en dos años, o en tres años, o en diez años, es cierto. Pero nosotros sabemos que si hubiésemos trazado la consigna en dos años, o en tres años, o en 10 años, jamás se habría logrado arrancar un entusiasmo tan grande como el que ha provocado esa consigna.(...) Si al pueblo de Cuba no se le hubiese trazado una tarea grande, una tarea difícil, es seguro que el pueblo de Cuba no se habría entusiasmado tanto como se ha entusiasmado de saber lo que significa para nuestro país, lo que significa de aliento a los demás pueblos el que nuestro pueblo pueda cumplir esta tarea (...) Piensen lo que significará de prestigio para nuestra patria, y tengan presente que lo que más impresiona a los visitantes es, precisamente, esta gigantesca campaña de alfabetización".

De este discurso sobre la alfabetización sorprende, entre otras cosas, una frase en la que se descubre tempranamente la obligatoriedad del subalterno de acatar todo lo que se prescriba para él, incluso lo que se entiende como beneficio o bien individual. La alfabetización será obligatoria, y los que se nieguen al aprendizaje serán "descubiertos" (delatados), tarea colonizadora de vital importancia: "Esa es tarea del pueblo: descubrir los analfabetos que faltan es tarea del pueblo". (Si se repasa aquel discurso se leerá la historia de una descendiente de carabalí, de 106 años, e hija de Obbatalá —como ella misma dice— a quien Fidel conmina a escribir su historia. Ya se sabe que la resistencia cultural no pasa precisamente por la escritura. Y la prueba es el cultivo del género testimonial en Cuba).

Todo lo que suponía un detenimiento —un acto de contemplación o disfrute— debía ser arrollado por el impulso vital de la revolución. Se coreaba aquello de "quítate del medio, que mira que te tumbo". Esta violencia canalizaba cualquier posibilidad de frustración individual. Se controlaba el estallido, la revuelta, a través de la violencia institucionalizada. Los actuales actos de protesta organizados contra las Damas de Blanco tienen mucho de esta reconducción de la violencia en etapa de crisis: los que gritan, golpean y ofenden, ven satisfecha —y sin riesgos, sino más bien con la retribución de poder— su cuota de violencia ciudadana.

Intransigencia, falta de diálogo

Si regresamos al discurso en el que Fidel Castro recordaba sus años de estudiante, nos sorprende una confesión de su intransigencia, de esa competitividad enfermiza que le llevaba, en aquella etapa formativa, a descreer que las diferencias podrían convivir en el diálogo. Deja claro en esa evocación que, tras la intención de silenciar al otro, se escondía una competencia ciega por el poder y una rivalidad por lograr una mayor aprobación colectiva.

Lo triste del fragmento es que no funcionó como cura psicoanalítica: el estudiante no creció —no se convirtió en ese hombre que evoca—, y con la misma intolerancia juvenil dirigió su país. Quizás nunca pudo superar el trauma universitario —con pelo rapado de por medio, como si se tratase de un presidiario— de salir abucheado en su primer escollo oratorio; aquel que llamara su "novatada". En sus delirios todo se mezcló creando nuevas concatenaciones lógicas: presidio, usurpación de la palabra, disidencia, otredad… Los caminos de la inseguridad están llenos de delirios paranoicos.

Propongo, por último, leer este otro fragmento de ese mismo discurso: "Y muy frecuentemente acostumbro a pasar revista de todos aquellos años universitarios en que, obcecado con las ideas propias, me parecía que todo el que no pensaba igual que yo era un enemigo de la patria, era el hombre más perverso de la tierra, el más canalla y el más inmoral, para después encontrármelo en años venideros y descubrir que era un joven igual que yo, sólo que tenía una idea distinta que yo; que era un joven con las mismas preocupaciones que yo, sólo que aspiraba en la misma asignatura que yo aspiraba en la clase, y que aspiraba más o menos al mismo cargo dentro de la asociación a que aspiraba yo, y que tenía un grupo que lo apoyaba a él. Y como uno se creía el mejor de todos, le parecía que los que no estaban con uno eran los peores de todos. (…) Porque debo decir que nosotros los estudiantes —y todavía en la partecita que me toca de estudiante—, somos de una manera o de una estructura mental tan especial que nuestra pureza, la convicción de nuestra pureza, nos hace a veces ser un poco estrechos de mente, nos hace sacrificar esa amplitud que necesitamos los hombres, si de veras deseamos comprendernos, porque no hay siquiera dos absolutamente iguales, no hay siquiera dos que pensemos o creamos absolutamente igual".

Ante el temor de estar invocando a la democracia en el terreno fértil del estudiantado, Fidel Castro concluye su discurso reglamentando los modelos de reunión y prescribiendo la huelga. Para ello apela, de manera estratégica, a su significado etimológico —como etapa de holgura, de recreo o cese del trabajo—, y no a su incontestable dimensión política.

"Huelgas, no, por cualquier motivo, porque esta es una etapa creadora de un país retrasado que no puede perder un minuto; de una juventud retrasada en sus estudios por sus obligaciones patrias, que no puede perder un minuto; de una juventud que la patria espera por ella, porque hoy —al revés que ayer— el estudiante tiene formidables perspectivas de porvenir en una nación que al desarrollarse tendrá ocupación decorosa para todos sus profesionales".

Los sujetos bajo su mandato serían, por supuesto, eslabones productivos de una cadena desarrollista que, de consolidarse, ratificaría la eficacia del nuevo sistema, y de ningún modo actuantes de ese proceso político con derecho a la palabra, aunque ésta fuera "soñadora". Al final, ni el desarrollo, ni las huelgas y mucho menos la holgura, llegarían en sus 50 años de mandato. Del entusiasmo, solo queda esa especie de inercia cotidiana gracias a la que se sobrevive, sin soñar —ni pensar— demasiado.